Hace mucho que no escribo y hoy estoy cansada, pero corro a teclear como vos corres a esconderte.
1, 2, 3, 4, 10, te vi.
Ya está, ahora contas vos.
Yo corro a esconderme y no encuentro mejor sombra que la de tu espalda de espaldas al rio jugando a ser bufanda de mi cuello. Mis manos naufragan inconscientes alrededor del aura de tu cintura y se detienen justo en el momento en que decís:
“DOS”.
Esa palabra.
Yo me acurruco en silencio para que no me veas, quieta y tiesa, un oxímoron con aire de pulmón vivo: cuando estoy quieta juego, cuando estoy tiesa me dejo ser, vulnerable, otra vez… “otra vez no” me dije, pensé, sentí, y corrí desesperadamente a esconderme pero esta vez detrás del árbol. Ese árbol con hojas amarillas atemporales que desafinan el paisaje desafiando la gravedad y un panal de abejas con ganas de tocar el cielo.
Ese árbol en el que te besé por primera vez y te dije en un susurro asustado: “si te moves nos pican las abejas”. Por eso te besaba despacio, para que las abejas no supieran nada sobre el amor. No estaba siendo vulnerable, ni tiesa, ni quieta, tampoco jugaba a esconderme ni te quería; sólo intentaba cuidarte de las abejas.
Me picó una a los ocho y me dolió. Y recordé que a mi nadie me avisó de las abejas, ni me cuidó ese día, ni me besó, ni me quería.
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